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Adoración Nocturna Española

 

Adorado sea el Santísimo Sacramento   

 Ave María Purísima  

 

 

2009

 

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“CREO, SEÑOR, PERO AYUDA TU MI INCREDULIDAD” (Mc 9,24)


    El aparente retruécano de esta oración, que parece afirmar y negar a la vez una misma cosa, es una muestra de sinceridad emocionante en el que la pronuncia.

    Se trata del padre del sordomudo epiléptico al que en vano trataron de curar los nueve Apóstoles que Jesús dejó en las faldas del Tabor, cuando subió con Pedro, Santiago y Juan al monte de la Transfiguración.

    Al bajar, se encontró a los fariseos rebosantes de gozo ante el fracaso de los Apóstoles.

    El padre del muchacho se dirigió a Jesús diciéndole:

    - Si algo puedes, ayúdanos, compadeciéndote de nosotros. Jesús le dijo:

    - ¿Qué es eso de “si puedes”? ¡Todo es posible para quien cree!

     Esta velada reprensión del Maestro y la acusación de incrédulos que previamente había lanzado a los fariseos hicieron temblar al pobre hombre, que creía tener fe, pero acaso insuficiente.

    Y tal como lo pensaba, lo dijo:

    - Creo, Señor, pero ayuda Tú mi incredulidad.

    Igual nos pasa a nosotros.

    Tenemos fe, pero mortecina.

    Quizá un poco mayor que la del padre del epiléptico, puesto que estamos seguros de que el Señor lo puede todo.

    Lo que flaquea en nosotros es la seguridad de que se quiera emplear a fondo para a ayudarnos, cosa que al Señor le desagrada quizá más que la falta de fe en su poder.

    Por lo menos, Señor, coincidimos con el pobre hombre del Evangelio en creer que Tú nos puedes ayudar a fortalecer nuestra fe deficiente. Y porque esa fe no nos falta, te pedimos confiadamente que ayudes nuestra incredulidad.

    Las virtudes infusas no son como las adquiridas, que se aumentan y robustecen con la repetición de actos. Son absolutamente don de Dios. Por tanto, de Él depende su robustecimiento y aún su supervivencia.

    Bien está que hagamos frecuentes actos de fe, entre otras cosas porque los regalos que Dios nos da son para usarlos, y porque sabemos que la fe le agrada y que “sin fe es imposible agradar a Dios” (Heb 11, 6).

    Pero conscientes de que en este caso especialmente “ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer” (1 Cor 3, 7), de Dios tenemos que esperar, y a Dios tenemos que pedir, que nos mantenga la fe.

    Para ello es preciosa y utilísima la oración del padre del paralítico que estamos considerando. Puede servirnos también la de los Apóstoles: “Señor, aumenta nuestra fe” (Lc 17,5). Pero la del buen hombre del Evangelio tiene la doble ventaja de ser simultáneamente acto de fe y reconocimiento de una fe deficiente, y de proclamar la necesidad que tenemos de la ayuda divina para que no se nos venga abajo.

    Digamos, pues, una y mil veces:

    - Creo, Señor, pero ayuda Tú mi incredulidad.

    Aparte de otras cosas, al Señor le hará recordar la satisfacción que, en medio de la frialdad incrédula de los fariseos, le produjo cuando se la oyó al padre del epiléptico por primera vez.

 

 

CUESTIONARIO

  • ¿Estoy convencido de que la fe es exclusivo don de Dios?
  • ¿Reconozco los pocos quilates que la mía tiene?
  • ¿Se la pido al Señor frecuentemente?