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Adoración Nocturna Española

 

Adorado sea el Santísimo Sacramento   

 Ave María Purísima  

 

 

2019

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Temas de reflexión

Octubre

LA MISA  3ª PARTE

RITO DE LA COMUNIÓN

        Quisiera saber transmitiros los sentimientos que me embargan al escuchar la segunda parte de la plegaria Eucarística, con una fuerza no menor que cualquiera de los poemas escritos por grandiosos que sean los poetas. Es una oración de súplica y una oración de alabanza dirigida al Padre.

        Me sobrecoge caer en la cuenta de que hay un intervalo de tiempo entre las palabras de la consagración que anuncian la fracción del pan y el momento posterior en que el celebrante lo parte. Me parece que se detiene el tiempo de Cristo, y que en su presencia crucificada, muerto ante nosotros, nada menos que se lo ofrecemos al Padre, como pan de vida y cáliz de salvación y le damos gracias porque por su Hijo nos hace dignos (mucho más que considerarnos dignos) de servirle en su presencia.

        Y en ese momento sobrecogedor, ante Jesús suspendido en la Cruz, le pedimos al Padre – al que todo lo que pidamos en su nombre nos dará- por la unidad de la Iglesia y su perfección por la caridad, por el Papa y todos los pastores, por los difuntos; y para nosotros, misericordia, compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas.
Si la poesía es palabra emocionada, capaz de suscitar los sentimientos más nobles, la verdad, la belleza y el bien, convierten esta oración en momento en sublime.

        En esta tercera parte nos acercamos, como en las celebraciones sacrificiales antiguas, al momento en que los fieles somos invitados a participar en la comunión de la víctima pascual sacrificada. Las palabras de Cristo: “el que coma de este pan vivirá para siempre”, centran la tercera parte de la misa. El pan y el vino consagrados por el sacerdote se han transustanciado en el cuerpo y la sangre de Cristo muerto, sí, pero resucitado, vivo para nuestra vida y vivo entre nosotros para crecer en su amor.

      Si en la primera parte alabamos a Dios con himnos hechos por los hombres y lo escuchamos en las lecturas al leer su palabra revelada del Antiguo o del Nuevo testamento y proclamamos el Credo como expresión de la fe de la Iglesia, ratificada por la asamblea de los creyentes. Si en la segunda, en el sacrificio eucarístico alabamos a Dios con himnos aprendidos de los ángeles al entonar el santus, o recuperamos la antigua alianza rota por el pecado, mediante el memorial de la muerte y resurrección del Señor ofrecido incruentamente al Padre en unidad del Espíritu Santo, por Cristo con Él y en Él y reconocemos todo el honor y toda la gloria. Será en la tercera parte, cuando Dios mismo se acerca en ágape fraterno, como encuentro personal y alimento para cada uno de los participantes, entrar en nuestra alma y montar un tabernáculo de amor en el interior de cada uno, anciano, joven niño, hombres y mujeres. El Dios escondido entra en intimidad inaudita con cada uno de nosotros, a pesar de nuestra indignidad ontológica, pero debidamente preparados con las ropas apropiadas al banquete de  boda al que hemos sido invitados.

        En esta tercera parte va a tener lugar lo que Santa Teresa llamaba “encuentro de amistad con quien sabemos nos ama”. Es la hora de silencio, para escuchar; de la acción de gracias por tantos beneficios, y de las súplicas por tantas necesidades de nosotros y del mundo entero; es como decía a sus Monjas: Es el momento de la negociación. Santa Teresa y tantos santos, obtuvieron sus gracias, en el encuentro de la comunión. Los adoradores lo prolongamos en la media hora de meditación silenciosa.

 

        El ara del altar se ha configurado en la mesa del banquete. Aparentemente todo sigue igual, pero ahora, manteles y corporales adquieren protagonismo, vamos a participar en el banquete del Cordero sacrificado, del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

        Dos “amenes lo estructuran” y una cuarta elevación del cáliz y de la Hostia Santa. En el primer amén cerramos la plegaria eucarística con la exaltación por Cristo con Él y en Él, en unión con el Espíritu Santo, al Padre, a quien damos todo honor y toda gloria.

        El segundo amén, es personal, es el que pronunciamos asintiendo a las palabras de quien nos acerca al Señor, nuestro  Amén ratifica la divinidad del cuerpo que recibimos y asentimos al deseo de que este cuerpo sirva de alimento para la vida eterna. La sucesión de cada uno de los elementos va configurando una sinfonía in crescendo. Rezamos el padre nuestro, proclamamos nuestra esperanza en la gloriosa venida de Jesucristo a quien le reconocemos el reino, el poder y la gloria, como Señor del tiempo y de la historia, recordamos que sólo Jesús es el príncipe de la paz de quien procede la paz y la unidad para la Iglesia y para el mismo mundo. Se realiza, en la unión de un fragmento de la Hostia con el vino, gesto menor en apariencia; en la unión del cuerpo y de la sangre se nos presenta visiblemente que Cristo ha resucitado.

        Es en este momento de la fracción del pan, el que en la última Cena tuvo lugar a continuación de la consagración, cuando se termina esa suspensión del tiempo que nos hace contemplar, mientras brotan a sus pies nuestras oraciones, a Cristo pendiente en la cruz, ofrecido al Padre para restaurar la Alianza, al que le dirigimos la segunda parte de la plegaria Eucarística y el comienzo del rito de la Comunión.

         Éste es el momento en que Cristo, como Cordero Pascual que quita el pecado del mundo y que nos trae la Paz, atrae nuestras miradas. Si antes nos dirigíamos al Padre, ahora centramos nuestra atención directamente en Jesucristo, que nos va a llegar como alimento para la vida eterna. Sin la Eucaristía no podemos vivir, sin su comunión se hace largo y pesado el camino. Es la apoteosis del encuentro del creyente en la intimidad de su espíritu con el Señor.

        Tomar conciencia de la maravilla de este misterio nos hace agradecidos. Sin este encuentro es muy difícil la fidelidad. Sin esta experiencia de Dios, sin este encuentro con el Dios personal que nos ama, se reduce la celebración a un rito sociológico de costumbres sin alma, vacío y rutinario. Abandonarnos, en la intimidad, a solas nada menos que con Dios, en Jesucristo y en Él con el  Dios Trinitario, hace del vivir un gozo aún en las adversidades e inclemencias de la vida, porque todo adquiere su verdadero sentido.

        La oración última de comunión refuerza el don recibido y suplica a Dios su eficacia sobrenatural en nosotros.
Dos momentos os ofrecemos a vuestra consideración: el padre nuestro y el rito de conclusión.
Incrustada en la liturgia de la misa aparece solemnemente la oración que el mismo Cristo nos enseñó. Es una oración sin duda para repetirla en todo tiempo y lugar, como modelo perfecto de oración de alabanza y de súplica. Pero es en este momento de la misa cuando adquiere sentidos y resonancias inimaginables humanamente. ¡Qué audacia la nuestra! Nada menos que llamar a Dios Padre y no metafóricamente como a los antiguos dioses, sino realmente por ser hijos adoptivos rescatados y redimidos por el Verbo encarnado.

        Cuando lo rezo en la misa me parece hacerlo primigeniamente, como si fuera la primera vez en el mundo; precisamente porque lo hacemos a continuación de haber alcanzado la restauración de la Alianza por Cristo. Por ello el celebrante nos invita:

         Fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir:

         O bien:

        Llenos de alegría por ser hijos de Dios, digamos confiadamente la oración que Cristo nos enseñó.

        Son dos fórmulas que hacen referencia, la primera a nuestra audacia de atrevernos a llamar Padre a nuestro Dios; la segunda a la alegría por la filiación divina que se nos ha concedido.

         Son como dos aldabonazos que resuenan al rezar el padrenuestro. Uno mira al asombro y al agradecimiento. El otro al Señor que vamos a recibir en el banquete de la comunión, y que hace que adquieran sentidos especiales el pan nuestro que pedimos para cada día, además del que satisface nuestras necesidades materiales, el perdón de los pecados, el librarnos de la tentación y el librarnos del Mal.

        El segundo momento que queremos destacar es el rito de conclusión. Parece que el final se precipita como si tras un ritmo sosegado, tuviéramos prisa por concluir. Y, sin embargo, en su brevedad, es un colofón cargado de sentido y de unción. Nada menos que el deseo de que Dios nos acompañe a lo largo de la semana, día a día, momento a momento. No es una fórmula vacía ni trivial. El celebrante pronuncia un deseo para toda la asamblea: El Señor esté con vosotros y respondemos: y con tu espíritu. Pero a continuación pronuncia la bendición de Dios. Nada menos que el reconocimiento de Dios por haber participado en el misterio y celebración tan sobrenatural, que nos imparte el bien que necesitamos.

       Pero queda algo muy importante, consecuencia de la bendición de Dios. Si asiste un diácono, él lo proclama. Podéis ir en paz. Demos gracias a Dios. No es que se nos avisa que ya podemos irnos, aunque sea en paz. Ite, misa est. No, de ninguna manera.  Los frutos de los dones recibidos están para ser distribuidos en medio del mundo. Nuestra eucaristía tiene que dar sus frutos precisamente al salir de la iglesia. De entre las fórmulas posibles me parece muy iluminadora la que dice: –“Ite ad Evangelium Domini nuntiandum” (Podéis ir a anunciar el Evangelio del Señor).

PREGUNTAS

        1ª ¿Qué nos quiere resaltar la Iglesia al introducir una oración de súplica y alabanza entre el instante de la consagración y el posterior de la fracción del pan, momento en el que el sacerdote echa un trocito de la Hostia en el Vino?

       2ª ¿Por qué Santa Teresa decía que al recibir en nuestro interior a Cristo Eucaristía es el momento propicio para entablar un diálogo de amistad con quien sabemos nos ama y para negociar con Él nuestros asuntos, súplicas, agradecimientos y consuelos?

        3ª Realizada la restauración de la Antigua Alianza con la solemne proclamación doxológica de que por Cristo, con Él y en Él le tributamos al Padre   todo honor y toda gloria, ¿Qué nos indica que inmediatamente la criatura, el ser humano, se atreva a llamarle a Dios Padre?