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Adoración Nocturna Española

 

Adorado sea el Santísimo Sacramento   

 Ave María Purísima  

 

 

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Temas de reflexión

Octubre

Eucaristía y Doctrina Social de la Iglesia IV


La comunidad política (10). CDSI cap. VIII (pp. 191-215).


       Muchos de entre nosotros al oír el término “política” fruncen el ceño, aunque sea interiormente. Para algunos alardear de “a-políticos” es casi un timbre de gloria. Y es verdad que no conviene mezclar la acción apostólica con tomas de posición partidistas en lo político, la militancia en asociaciones de carácter religioso y la militancia en la actividad política profesionalmente asumida, al detentar cargos políticos. También acepto que hemos conocido años en que la política partidista quería infiltrarse en toda la vida humana y manipularla por completo al servicio de sus propios fines. No menos que los altos niveles de corrupción en la “gente de la política” ha suscitado un justificable rechazo y pérdida de confianza en los políticos. No obstante, la política no debe confundirse o reducirse a la militancia en partidos políticos o el desempeño de cargos públicos.

   Dios no ha querido sólo a los seres humanos aislados, ni simplemente agrupados en familias, ha favorecido la tendencia entre ellos a la sociedad, a una agregación más amplia en ciudades y estados, formando comunidades políticas. Dios se presenta como el fundamento último de la “autoridad” por ser el Creador y Conservador del ser humano y del cosmos. El mismo Dios en David elige un rey para su Pueblo, aunque estas autoridades humanas no den la talla para representar el cuidado de Dios sobre sus criaturas. Cristo, como los profetas, ha censurado las conductas egoístas y corruptas de las autoridades de su tiempo, pero se sometió a su autoridad pese a todo, aunque esto le costó la vida. Esta misma conducta observamos en las primeras comunidades cristianas, aun en tiempo de persecuciones: crítica de mal gobierno, rechazo de las leyes injustas, pero respeto de las autoridades en cuanto tales, en el ejercicio de su función y oración por ellas.

       La Biblia y la Historia Sagrada nos muestran claramente cómo la comunidad política de los seres humanos y su estructuración en instituciones y magistraturas es algo querido por Dios, aun a sabiendas del daño que el pecado podía hacer infiltrado en estas realidades y fuerzas políticas. ¿Por qué? Porque la convivencia social de los seres humanos y el ejercicio del servicio público dentro de ella de diversas magistraturas es algo bueno para el bien común y para el desarrollo armónico de los seres humanos. Dios que es Trinidad de Personas en la unidad de la Naturaleza Divina y que nos ha creado para vivir y participar personalmente de esa Naturaleza, para que Él lo sea “todo en todos”, ¿cómo no va a querer que animados por su amor y amistad y guiados por su espíritu participemos ya aquí, en figura, de la harmoniosa comunión y bondadosa jerarquización de su Misterio Trinitario? Esto lo alcanzamos en el plano natural a través de la sociedad política y en el sobrenatural mediante la Iglesia. Ambos planos son autónomos pero persiguen un mismo fin y están llamados a conjugarse y armonizarse por el bien de los seres humanos y su destino.

      En el orden natural toda autoridad ha de regirse por el bien moral y orientar sus esfuerzos al bien común. Las diversas personas que integran la sociedad merecen el pleno respeto de estas autoridades, particularmente han de respetar el campo de sus convicciones morales y religiosas con el único límite del bien común. Los sujetos por ello han de poder ejercer su libertad religiosa y de conciencia e incluso poder excluirse del cumplimiento de ciertos requerimientos de la autoridad en base a su derecho a la objeción de conciencia que no representa un rechazo ni de la autoridad constituida ni de la cooperación al bien común. Lo mismo se puede decir del más radical derecho de resistencia ante autoridades que violen reiterada y gravemente la Ley Natural, siempre desde la proporcionalidad y evitando toda violencia gratuita.

      Entre los sistemas de organización de la Sociedad Civil hoy se suele preferir el democrático; en buena medida, apoyados en la experiencia histórica de los pueblos y contemplando los riesgos  añadidos de otras formas de organización política, que han derivado frecuentemente en graves atropellos de los derechos de las personas y fomentado terribles conflictos entre las naciones. No obstante, ningún sistema político nos puede satisfacer plenamente ni se pueden excluir, por sistema, ninguno que se funde en el orden moral y persiga alcanzar el bien común.

      Pero para los que vivimos en sistemas llamados democráticos conviene tener presente que ya los griegos señalaban que el gran mal de la democracia era degenerar en demagogia, al mismo tiempo que nos recordaban que para mantener sana una democracia era preciso cuidar mucho en los ciudadanos la virtud cívica. A esto podemos añadir que la base y garantía de la democracia no está en la comunidad política, sino en la sociedad civil. El escrupuloso respeto a cada nivel del principio de subsidiariedad y el estímulo de la vitalidad de los diversos cuerpos intermedios. La política al servicio de la sociedad, no de la ingeniería social, que usa la política y sus recursos de poder para imponer a la entera sociedad las ideas de unos pocos hábilmente infiltrados en los entresijos del poder político. La “politización” lleva a la “burocratización” de la vida social y esto a costes cada vez más insoportables de la “cosa pública” que se traducen en cargas fiscales y endeudamiento.

      La religión se ha considerado durante siglos un factor que dignificaba el tejido social, que ayudaba a hacer más virtuosas a las personas, más responsables, más solidarias y generosas y por eso durante milenios los poderes públicos han favorecido la religión, en general o, las más de las veces, la mayoritaria o la que profesaban las autoridades. La maduración del valor de la persona humana y del respeto de su libertad de conciencia ha llevado a que los sistemas democráticos, principalmente, respetasen la libertad religiosa de los súbditos, incluso su opción por no profesar religión alguna, pero favoreciesen las relaciones de cooperación con las confesiones religiosas como algo bueno para la sociedad y sus principios comunes, incluso favoreciendo las peculiares relaciones de especial colaboración con la confesión mayoritaria en la sociedad o que más hubiese influido en la configuración de la cultura de la propia sociedad civil.

      Los Totalitarismos del siglo XX, apoyados en principios laicistas de las corrientes críticas y revolucionarias del siglo anterior, se mostraron contrarios a la religión como realidad pública, tolerándola tan sólo en nivel privado de la vida. Estos planteamientos han rebrotado en las últimas décadas en el mundo entero. Difícil es no ver en ello la acción de grupos de presión ideológica que actúan mundialmente. Pero la neutralidad política que plantean entre creencia e increencia, con su “laicidad del Estado”, no es tal, es una apuesta por el laicismo de Estado, que es algo muy distinto al Estado aconfesional. Es una camuflada versión del ateísmo de Estado y cuyos instrumentos son las políticas “sociales” (entendiendo por ellas no las de búsqueda de la justicia social o la redistribución equitativa de las rentas, sino las que buscan la destrucción del orden moral cristiano e incluso natural), el control de los medios de comunicación y de las políticas culturales y el monopolio estatal de la educación gratuita o accesible económicamente.

      La vida eucarística alimenta la vida moral y el compromiso social cristiano. La adoración reconstruye, particularmente, la armonía de nuestras relaciones con Dios y con los hermanos. Un adorador no puede ser un “pasota” ante la cosa pública. Con el Magisterio de la Iglesia tenemos que cultivarnos espiritualmente y también formarnos, en lo moral y en lo doctrinal. Hemos de redescubrir la dimensión moral y de caridad cristiana del compromiso político, principalmente por medio de la reivindicación, organización y actuación desde la sociedad civil, pero sin excluir responsables compromisos en la actividad política, en los partidos y en los cargos públicos. Tenemos una especial responsabilidad en nuestros largos tiempos de oración silenciosa, litúrgica o devocional, de orar por las autoridades y magistrados de la sociedad, para que sean honestos y procuren el bien común.

 

Cuestionario para la oración y reflexión.

     ¿Cumplimos con nuestro deber de orar por las autoridades políticas de nuestro Estado? ¿Lo hacemos conscientes de la eficacia de la oración?

     ¿Qué iniciativas tomamos a partir de la meditación del Evangelio y de la participación y adoración de la Eucaristía para revitalizar el protagonismo de la Sociedad Civil y de la Iglesia Católica y sus asociaciones en nuestro país? ¿Qué más podemos hacer?

     ¿Hasta qué punto tomamos en serio nuestra responsabilidad de participar en las elecciones y de realizar nuestras opciones desde los principios evangélicos y la enseñanza social de la Iglesia? ¿Qué podemos hacer para mejorar en esto?