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          Lecturas evangélicas  
            
              | Lucas 22-23      Estaba  muy cerca la fiesta de los Ácimos llamada Pascua. Y andaban buscando los  sumos sacerdotes y los escribas cómo quitarlo de en medio, porque temían al  pueblo. Entonces  entró Satanás en Judas, llamado Iscariote, que era del número de los  Doce, y se fue a tratar con los sumos sacerdotes y oficiales del templo el  modo de entregárselo. Ellos se alegraron y acordaron darle dinero. Él  aceptó y buscaba una ocasión propicia para entregarlo sin la presencia del  pueblo.
 Llegó,  pues, el día de los Ácimos, en que se debía sacrificar la Pascua. Y envió  a Pedro y a Juan, diciéndoles: «Id a prepararnos la Pascua para que la comamos». Ellos  le dijeron: «¿Dónde quieres que la preparemos?». Y él les dijo: «Mirad,  cuando entréis en la ciudad, os saldrá al paso un hombre llevando un cántaro de  agua. Seguidlo hasta la casa en que entre y diréis al dueño de la casa:  “El Maestro te pregunta: ¿Dónde está la habitación en la que voy a comer la  Pascua con mis discípulos?”. Él os mostrará en el piso superior una  habitación grande amueblada con divanes. Preparadla allí». Fueron y lo  encontraron como les había dicho y prepararon la Pascua.
 Y  cuando llegó la hora, se sentó a la mesa y los apóstoles con él y les  dijo: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de  padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla  en el reino de Dios».
 Y,  tomando un cáliz, después de pronunciar la acción de gracias, dijo: «Tomad  esto, repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé desde ahora  del fruto de la vid hasta que venga el reino de Dios».
 Y,  tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio  diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en  memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz diciendo: «Este  cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros.
 Pero  mirad: la mano del que me entrega está conmigo, en la mesa. Porque el Hijo  del hombre se va, según lo establecido; pero ¡ay de aquel hombre por quien es  entregado!». Ellos empezaron a preguntarse unos a otros sobre quién de  ellos podía ser el que iba a hacer eso.
 Se  produjo también un altercado a propósito de quién de ellos debía ser tenido  como el mayor. Pero él les dijo: «Los reyes de las naciones las dominan, y  los que ejercen la autoridad se hacen llamar bienhechores. Vosotros no  hagáis así, sino que el mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor, y el  que gobierna, como el que sirve. Porque ¿quién es más, el que está a la  mesa o el que sirve? ¿Verdad que el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio  de vosotros como el que sirve.
 Vosotros  sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas, y yo preparo para  vosotros el reino como me lo preparó mi Padre a mí, de forma que comáis y  bebáis a mi mesa en mi reino, y os sentéis en tronos para juzgar a las doce  tribus de Israel.
 Simón,  Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo  he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas  convertido, confirma a tus hermanos». Él le dijo: «Señor, contigo estoy  dispuesto a ir incluso a la cárcel y a la muerte». Pero él le dijo: «Te  digo, Pedro, que no cantará hoy el gallo antes de que tres veces hayas negado  conocerme».
 Y  les dijo: «Cuando os envié sin bolsa, ni alforja, ni sandalias, ¿os faltó  algo?». Dijeron: «Nada». «Pero ahora, el que tenga bolsa, que la lleve  consigo, y lo mismo la alforja; y el que no tenga espada, que venda su manto y  compre una. Porque os digo que es necesario que se cumpla en mí lo que  está escrito: “Fue contado entre los pecadores”, pues lo que se refiere a mí  toca a su fin». Ellos dijeron: «Señor, aquí hay dos espadas». Él les dijo:  «Basta».
 Salió  y se encaminó, como de costumbre, al monte de los Olivos, y lo siguieron los  discípulos. Al llegar al sitio, les dijo: «Orad, para no caer en  tentación».
 Y  se apartó de ellos como a un tiro de piedra y, arrodillado, oraba diciendo:  «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero que no se haga mi voluntad,  sino la tuya». Y se le apareció un ángel del cielo, que lo  confortaba. En medio de su angustia, oraba con más intensidad. Y le entró  un sudor que caía hasta el suelo como si fueran gotas espesas de  sangre. Y, levantándose de la oración, fue hacia sus discípulos, los  encontró dormidos por la tristeza, y les dijo: «¿Por qué dormís? Levantaos  y orad, para no caer en tentación».
 Todavía  estaba hablando, cuando apareció una turba; iba a la cabeza el llamado Judas,  uno de los Doce. Y se acercó a besar a Jesús. Jesús le dijo: «Judas, ¿con  un beso entregas al Hijo del hombre?». Viendo los que estaban con él lo  que iba a pasar, dijeron: «Señor, ¿herimos con la espada?». Y uno de ellos  hirió al criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha. Jesús  intervino diciendo: «Dejadlo, basta». Y, tocándole la oreja, lo curó.
 Jesús  dijo a los sumos sacerdotes y a los oficiales del templo, y a los ancianos que  habían venido contra él: «¿Habéis salido con espadas y palos como en busca de  un bandido? Estando a diario en el templo con vosotros, no me prendisteis.  Pero esta es vuestra hora y la del poder de las tinieblas».
 Después  de prenderlo, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote.  Pedro lo seguía desde lejos. Ellos encendieron fuego en medio del patio,  se sentaron alrededor, y Pedro estaba sentado entre ellos. Al verlo una  criada sentado junto a la lumbre, se lo quedó mirando y dijo: «También este  estaba con él». Pero él lo negó diciendo: «No lo conozco,  mujer». Poco después, lo vio otro y le dijo: «Tú también eres uno de  ellos». Pero Pedro replicó: «Hombre, no lo soy». Y pasada cosa de una  hora, otro insistía diciendo: «Sin duda, este también estaba con él, porque es  galileo». Pedro dijo: «Hombre, no sé de qué me hablas». Y enseguida,  estando todavía él hablando, cantó un gallo. El Señor, volviéndose, le  echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había  dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces». Y,  saliendo afuera, lloró amargamente.
 Y  los hombres que tenían preso a Jesús se burlaban de él, dándole golpes. Y,  tapándole la cara, le preguntaban diciendo: «Haz de profeta: ¿quién te ha  pegado?». E, insultándolo, proferían contra él otras muchas cosas.
 Cuando  se hizo de día, se reunieron los ancianos del pueblo, con los jefes de los  sacerdotes y los escribas; lo condujeron ante su Sanedrín, y le dijeron:  «Si tú eres el Mesías, dínoslo». Él les dijo: «Si os lo digo, no lo vais a  creer; y si os pregunto, no me vais a responder. Pero, desde ahora,  el Hijo del hombre estará sentado a la derecha del poder de Dios». Dijeron  todos: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?». Él les dijo: «Vosotros lo decís,  yo lo soy». Ellos dijeron: «¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios?  Nosotros mismos lo hemos oído de su boca».
 
23
     Y  levantándose toda la asamblea, lo llevaron a presencia de Pilato. Y  se pusieron a acusarlo diciendo: «Hemos encontrado que este anda amotinando a  nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que  él es el Mesías rey». Pilato le preguntó: «¿Eres tú el rey de los  judíos?». Él le responde: «Tú lo dices». Pilato dijo a los sumos  sacerdotes y a la gente: «No encuentro ninguna culpa en este hombre». Pero  ellos insistían con más fuerza, diciendo: «Solivianta al pueblo enseñando por  toda Judea, desde que comenzó en Galilea hasta llegar aquí». Pilato, al  oírlo, preguntó si el hombre era galileo; y, al enterarse de que era de la  jurisdicción de Herodes, que estaba precisamente en Jerusalén por aquellos  días, se lo remitió.
 Herodes,  al ver a Jesús, se puso muy contento, pues hacía bastante tiempo que deseaba  verlo, porque oía hablar de él y esperaba verle hacer algún milagro. Le  hacía muchas preguntas con abundante verborrea; pero él no le contestó  nada. Estaban allí los sumos sacerdotes y los escribas acusándolo con  ahínco. Herodes, con sus soldados, lo trató con desprecio y, después de  burlarse de él, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel  mismo día se hicieron amigos entre sí Herodes y Pilato, porque antes estaban  enemistados entre sí.
 Pilato,  después de convocar a los sumos sacerdotes, a los magistrados y al  pueblo, les dijo: «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo;  y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en  este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes,  porque nos lo ha devuelto: ya veis que no ha hecho nada digno de  muerte. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré».  Ellos  vociferaron en masa: «¡Quita de en medio a ese! Suéltanos a  Barrabás». Este había sido metido en la cárcel por una revuelta acaecida  en la ciudad y un homicidio. Pilato volvió a dirigirles la palabra queriendo  soltar a Jesús, pero ellos seguían gritando: «¡Crucifícalo,  crucifícalo!». Por tercera vez les dijo: «Pues ¿qué mal ha hecho este? No  he encontrado en él ninguna culpa que merezca la muerte. Así que le daré un  escarmiento y lo soltaré». Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a  gritos que lo crucificara; e iba creciendo su griterío.
 Pilato  entonces sentenció que se realizara lo que pedían: soltó al que le  reclamaban (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a  Jesús se lo entregó a su voluntad.
 Mientras  lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo,  y le cargaron la cruz, para que la llevase detrás de Jesús. Lo seguía un  gran gentío del pueblo, y de mujeres que se golpeaban el pecho y lanzaban  lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: «Hijas de  Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros  hijos, porque mirad que vienen días en los que dirán: “Bienaventuradas las  estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado”. Entonces  empezarán a decirles a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a las colinas:  “Cubridnos”; porque, si esto hacen con el leño verde, ¿qué harán con el  seco?». Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con  él.
 Y  cuando llegaron al lugar llamado «La Calavera», lo crucificaron allí, a él y a  los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía:  «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». Hicieron lotes con sus ropas  y los echaron a suerte.
 El  pueblo estaba mirando, pero los magistrados le hacían muecas diciendo: «A otros  ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el  Elegido». Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le  ofrecían vinagre, diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti  mismo». Había también por encima de él un letrero: «Este es el rey de los  judíos».
 Uno  de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: «¿No eres tú el Mesías?  Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro, respondiéndole e increpándolo,  le decía: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma  condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el  justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo». Y  decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo:  «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».
 Era  ya como la hora sexta, y vinieron las tinieblas sobre toda la tierra, hasta la  hora nona, porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por  medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos  encomiendo mi espíritu». Y, dicho esto, expiró.
 El  centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios diciendo: «Realmente, este  hombre era justo». Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo,  al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho.
 Todos  sus conocidos y las mujeres que lo habían seguido desde Galilea se mantenían a  distancia, viendo todo esto.
 Había  un hombre, llamado José, que era miembro del Sanedrín, hombre bueno y  justo (este no había dado su asentimiento ni a la decisión ni a la  actuación de ellos); era natural de Arimatea, ciudad de los judíos, y aguardaba  el reino de Dios. Este acudió a Pilato y le pidió el cuerpo de  Jesús. Y, bajándolo, lo envolvió en una sábana y lo colocó en un sepulcro  excavado en la roca, donde nadie había sido puesto todavía. Era el día de  la Preparación y estaba para empezar el sábado.
 Las  mujeres que lo habían acompañado desde Galilea lo siguieron, y vieron el  sepulcro y cómo había sido colocado su cuerpo.
 Al  regresar, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron de acuerdo con el  precepto.
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